Virginia Chedrese

vchedreseEn 1972 llegué desde Tres Arroyos, con menos de 17 años, para hacer el ingreso en Bioquímica. En ese momento nos mudamos con una amiga a una pensión que quedaba en 47 entre 1 y 2.

De los primeros momentos, recuerdo como en la Numa Tapia transcurrían mis horas de curso de ingreso y como el resto del día era de adaptación a la nueva vida. Lo que tengo más presente de aquellas jornadas veraniegas es el impactante verde de la ciudad, poco frecuente en nuestros lugares de procedencia.

Claro que luego vinieron días de barricadas en la esquina y clases con ojos llorosos por los restos de gases lacrimógenos en las aulas, pero sin duda la carrera me encantaba. Aún así debo aceptar que me asustaba mucho un largo futuro de encierro en un laboratorio y sobre todo… ¡Física I, II y III!

Conviene aclarar que veníamos del interior y llegamos a la Facultad sin ningún tipo de orientación previa ni de conocimiento de los programas de estudio. Decidí entonces, apostar a la matemática que era lo que más me gustaba y fue así que opté por hacer la carrera de Calculista Científico. De esta manera, y sin tener una idea clara de qué era la computación, en 1973 comencé la carrera.

A la inversa de lo que sucede hoy, por ese entonces éramos casi todas mujeres y cursábamos la mayoría de las materias con gente de ingeniería y otras carreras afines. A la hora de almorzar, compartíamos largas colas –y nos colábamos como era de rigor- para ingresar al comedor universitario, situado donde ahora se encuentra la Facultad de Odontología. Recuerdo que en ese año comíamos tres riquísimos platos en las clásicas bandejas de acero, por el valor de una fruta. Los más potentados –no era mi caso- compraban tickets de coca cola. Lo más rico: el puré que hacían en una gran máquina, las milanesas y los postres helados de los martes, que nos daban con trozos de hielo seco para que durara toda la comida. Todo esto mientras que algún militante –sin duda más comprometido que nosotras- se subía a una de las mesas para arengarnos en el gran salón.

En 1974 sucedió algo muy triste e impensado por estos días: toda la Universidad cerró sus puertas –incluido el comedor- por varios meses. Para no perder tiempo, ingresé a ICSE, un instituto que estaba en 9 y 59, donde aprendí diagramación y Cobol con un excelente profesor cuyo nombre no recuerdo. Finalmente, en diciembre de ese mismo año, la Universidad reabrió sus puertas, pero sólo para las mesas de examen. A partir de ese momento, el deterioro y la certeza de días oscuros para la UNLP se hicieron sentir.

De mi época de estudiante en la facultad recuerdo las clases magistrales, el fino humor de Germán Fernández y los vastos conocimientos de Lía Oubiña en Lógica y Teoría de Conjuntos. También me vienen a la memoria las clases de Investigación Operativa en las que el titular nos conminaba a calcular el “valor de la vida” -cosa que nunca logramos- y las casi incomprensibles teorías de Análisis Numérico. Lo que sin dudas disfruté mucho fue el curso de Computación II con Tito De Giusti, quien fue muy ameno y claro en sus explicaciones. De hecho, fue con esa materia con la cual me recibí en 1977.

Todo nuestro aprendizaje era teórico, salvo algunos programitas que hacíamos en Fortran para correr en la IBM 1620 con tarjetas perforadas. Y por más que hiciéramos las pruebas necesarias nada nos salvaba de varias pasadas: un error de tipeo en una tarjeta significaba encontrarse con errores de compilación, y entonces no quedaba otra que perforar otra. Y cuando la compilación era al fin exitosa, ¡venían los errores de lógica! Pensar que en la actualidad nos fastidia que la red esté lenta…

Sin embargo hoy, casi 40 años después, nos damos cuenta que la lógica de base siempre es la misma y que aquellos conocimientos nos van a servir para siempre. Afortunadamente tuve la suerte, desde que me recibí y hasta el día de hoy, de trabajar siempre en mi especialidad ya sea en el ámbito científico, comercial o académico. Para las nuevas generaciones, felizmente, hoy los horizontes se abren mucho más aún.

En la actualidad, como docente de la Facultad de Informática, miro con mucho orgullo cómo evolucionó nuestra carrera, se llenó de contenido y se transformó en Facultad. Hoy se desarrolla en un ámbito privilegiado gracias al tesón de muchos y a la valiosa política pública de gratuidad y apertura que existió siempre en la UNLP y en la Universidad argentina en general. Una política que nos iguala y de la que nunca debemos dejar de enorgullecernos.

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